La noche en un refugio
Unos hombres de
ropa vieja y piel curtida por la intemperie yacen en la vereda sin hacer nada.
Parecen parte del paisaje, de las baldosas rotas, del ruido de los motores y
del olor a orina. Son cerca de las cuatro de la tarde de un día de invierno.
“¡Empezaron a anotar!”, grita alguien desde la puerta de una casa que permanece
abierta a pesar del frío. El más joven es el primero en entrar, sube una
escalera y se une al montón de personas que rodea a un funcionario que al azar
pide nombres, cédulas y en un ratito te llamamos, dice una y otra vez.
El lugar se llama
Puerta de Entrada. Es la puerta que deben pasar las personas que buscan dormir
en un refugio. Una puerta que no siempre se abre. En una de las salas, cinco
funcionarios, muchachos de menos de 30 años, comen galletitas, conversan, ríen
y toman mate. En el medio hay un pasillo con un policía que hace crucigramas y
escucha música de su celular. En la otra sala también toman mate, pero nadie
ríe, ni come galletitas ni casi nada, salvo unos panes que reparte un hombre
que los pidió en una panadería. La mayoría son hombres pero también hay mujeres
y algún niño, hay jóvenes y viejos, primerizos y avezados en la calle. Me sumo
a la ronda como uno más para entrar por una noche en ese mundo de enfermos
mentales, adictos, expresidiarios o simplemente de vidas desmoronadas.
Mauricio R.
cuenta de su locura. Era adicto a la cocaína, dice que le generó esquizofrenia
y alucinaciones: “Empecé a escuchar voces. No sabía qué era verdad y qué no”.
Habla con cariño de su madre, que duerme en una pieza con su otra hija y no
puede pagarle una a él. Lo internaron en un hospital psiquiátrico. Su madre
autorizó que le hicieran un tratamiento de electroshock llamado micronarcosis
porque, le dijeron, así se iba a recuperar, pero no se recuperó. Adrián P. es
un joven de tono amable y ojos tristes, un militar que a los 22 años entrenaba
para ser paracaidista, hasta que lo dejó su esposa. Sufrió una depresión de la
que no pudo salir y también se sometió al electroshock, dice, para que le
borraran la memoria. Pero aún recuerda. Terminó en la calle. Mauricio D. es un
adicto a la pasta base, una droga hecha en base a cocaína, que vendió todas sus
cosas para pagarla y también quedó en la calle. Sus padres se mudaron sin darle
la dirección. Él dice que nunca les robó, que hace un par de días dejó de fumar
y quiere que le permitan volver. Un hombre alto de unos 50 años cuenta que tuvo
16 internaciones por sobredosis, y que estuvo preso porque la policía lo agarró
con no sé cuántos gramos de cocaína. Allí no hay historias felices.
Un muchacho de
veintipocos años camina con dificultad hasta un sillón y se sienta a esperar.
Parece tener, por su actitud de impávida lejanía, además del problema físico,
algún tipo de retraso mental. Otro hombre anda de chancletas y con el pantalón
arremangado a pesar del frío. Sus pies están llenos de hongos que lucen a
pintura amarillenta. Su rostro parece haberse congelado en pleno susto. Unos
niños, impermeables a ese mundo, se corretean entre los sillones esquivando
como obstáculos de su juego a los adultos que los ignoran, mientras su madre
conversa con un muchacho al que le faltan varios dientes y parece estar
enfermo, acostado en un sillón, tapado con una manta. Es un lugar gris con
paredes húmedas y descascaradas, con sillas viejas, mesas de tablas y
taburetes, y sillones de cuerina de poca monta. De rostros duros, pieles
curtidas y resquebrajadas de tanto vivir mal, de tatuajes de tinta china y
pantalones que no llegan a los tobillos.
Como primerizo en
Puerta de Entrada, un funcionario alto, gordito y de ojos celestes, nada que
ver con ninguno de los que buscan un lugar donde pasar la noche, me llama a una
habitación. Que tome asiento, ordena, cierra la puerta y me pregunta por qué
estoy ahí, si tengo alguna adicción como vino o pasta base, y termina diciendo
que no sabe si me pueden conseguir algún lugar en un refugio, porque están
sobrecargados.
Hay siete
lámparas de techo, pero funcionan cuatro. Un cartel dice que las duchas se
pueden usar desde las 3 hasta las 6 de la tarde, pero sólo dejan hasta las 5,
porque no alcanzan las toallas. El baño de hombres no funciona; todos tenemos
que usar el de mujeres, detalle que a ellas no parece molestarles. De la única
ducha cae con poca fuerza un tibio chorro de agua. Hay telarañas en el techo;
en el piso, pelos y un par de moscas muertas. Luego de la ducha, para peinarse
y arreglarse, apoyado en una silla hay un espejo manchado y quebrado. Como la
puerta del baño está rota, otra silla evita que se abra. Las paredes blancas
tienen manchas grises de humedad, excepto detrás de unos lavarropas, donde
llegan a un tono rojizo.
Dicen que en los
refugios hay alguna pelea, un que otro robo y que te podés agarrar sarna y
piojos. Pero la noche en la calle parece ser peor. Un peludo sin dientes
cuenta: “Pa dormir en la calle necesitás un buen resguardo, un colchón y dos
frazadas. Te agarra el frío y te duele todo. Te duele acá –se agarra las
piernas–, y acá –las rodillas– y acá –los codos”.
“Con la pasta
base andan todos fisurados”, dice. “Por más que seas de la calle, te levantás
sin nada. Estás durmiendo y abrís un ojo y tenés a dos parados. Te dicen que
están buscando un puchito pero sabés cómo te quieren sacar los championes”.
*****
Luis M. va a
pasar su primera noche en un refugio y está asustado. “Viste que no te revisan
antes de entrar”, dice. “Alguien puede pasar un corte –levanta los brazos, como
sosteniéndolo– y encajártelo –y los baja contra su estómago”. Sus padres lo
echaron de la casa, no dice por qué. Se fue con su novia pero lo dejó porque la
engañó. Tiene 19 años, piel oscura, como casi todos allí, y tatuado “DANU”, una
letra por dedo de la mano desde el índice hasta el meñique, porque es hincha de
Danubio Fútbol Club.
–¿Qué hacés acá?
–me dice–. Vos parecés un pibe bien.
Para
pasar la noche en el refugio estuve varios días sin bañarme, dejándome la barba
y el pelo largo y sucio. Me puse la ropa más vieja y en peor estado que tenía,
pero a él no lo engaño. “Mirá tus manos”, dice comparándolas con las suyas.
Observo su piel áspera y dura, la profundidad de las líneas de la palma, una
quemadura que se hizo trabajando en una panadería.
A las siete y
veinte entra un funcionario. “¡Atención! Las personas que yo nombre van al
refugio de acá a la vuelta”. Y les da un papel que les permitirá entrar. Así,
cada tanto, algún funcionario sigue cruzando el pasillo y diciendo quién va a
qué refugio. Pasan las horas y crece el miedo de quedar en la calle.
–Vamos quedando
pocos –comenta uno.
–¡Concha de la
madre! –grita otro–. ¡Quiero dormir en una cama, locooooooo!
De las 840
personas que en Uruguay duermen en refugios, a Puerta de Entrada cada día van
sólo unas 50, las que aún no tienen lugar fijo en ninguno, dijeron Manuel
Vázquez y Gonzalo Urreta, funcionarios del Programa de Atención a los Sin Techo
del Ministerio de Desarrollo Social. En Montevideo hay otras 900 personas que
prefieren dormir en la calle. También las hay en el resto del país, pero en el
Ministerio no saben cuántas son.
A las diez menos
cuarto, cuando quedamos sólo seis hombres, un funcionario informa del último
viaje. A Mauricio D., el adicto a la pasta base que había vendido todo, y a mí
nos mandan a un refugio llamado Urquiza, en el barrio Tres Cruces. Los demás
quedan en la calle. Uno se va en silencio. Otro espera un poco, y luego se
marcha. Un hombre tuerto protesta: “No me pueden dejar en la calle, estoy
enfermo”. El retrasado mental con el problema motriz parece no entender lo que
pasa. Mauricio D. le da su maltrecho saco y le dice que hable con los funcionarios
para que le digan en dónde pasar la noche. Le contesta con dificultad:
–No quiero con
ellos.
Subimos a un
ómnibus amarillo con un letrero rojo que dice “SOLIDARIDAD” en blanco. Mauricio
D. me dice que a los demás no los dejaron en la calle por falta de lugar, sino
porque armaron lío o por algún otro problema disciplinario, y que al retrasado
no le dan refugio porque ha llegado borracho. Explica el principio regente.
–Si tenés plata
para chupar te podés pagar una pieza.
*****
A la entrada de
Urquiza está el comedor. La mesa es una tabla de madera apoyada en dos
caballetes donde hay un televisor blanco y negro de 22 pulgadas. Varios hombres
se sientan apretados para ver el programa de Marcelo Tinelli. “¡Esa está
divina, ehhh…!”, comentan con cada mujer que aparece. Algunos fuman afuera, uno
enciende tabaco adentro, con cuidado de que no lo vean. Otro le avisa:
–Mirá que El
Gordo te saca pa fuera.
Tres puertas
llevan a cuartos con cuchetas apiladas, formando delgados pasillos para ir y
venir entre ellas. Parecen pabellones de una cárcel. Al ver que dormiré ahí,
siento miedo.
Nos dan una
bandeja de aluminio con arroz y torta de fiambre. Un negro flaco y alto de unos
45 años al que llaman El Tío está limpiando la mesa. “¡Quieren que coman en la
mugre estos pelotudos!”, dice. El Gordo, un funcionario del refugio, lo escucha
y amenaza con echarlo. El Tío no responde.
Al rato el
ambiente se calienta. El Tío empieza a hablar demasiado alto.
–¡Dejá de gritar
o te vas a dormir afuera! –lo vuelve a amenazar El Gordo.
El Tío sube la
apuesta.
–¡Ningún dormir
afuera! ¡Duermo en la comisaría pero afuera, no!
El Gordo no
responde.
La comida no
tiene gusto a nada, pero con mucha sal y un limón que compartimos con Mauricio
D. se hace pasable. Agua, sólo teníamos la del baño, pero prefiero no entrar:
El piso está inundado y hay una pared manchada de mierda.
Dan la orden de
acostarse. Voy a subir a la cucheta que me dieron cuando Mauricio D. me
detiene: “¡Pará! Tenés que pedir sábanas nuevas, por los piojos”. Le hago caso,
claro. Subo y la cama se tambalea. Allí dormía Fernando C., un hombre flaco de
casi dos metros y aspecto bonachón, que ya tenía lugar fijo en el albergue y
como no llegaba me dejaron su lugar. Pero después llega. Le preguntan por qué
demoró. “Porque estoy laburando”, responde. Entra y me ve en su lugar. “Bueno,
llegué tarde, no me quejo”. Sale del cuarto. No supe qué fue de él aquella
noche.
Hace frío y sólo
tengo dos sábanas de textura áspera, ni frazada ni almohada, pero el hacinamiento
mantiene una temperatura agradable. El colchón de polifón es de unos cinco
centímetros de espesor y tan blando que se sienten las tablas de madera en la
espalda. Huele a mugre. Mauricio D. me aconseja que deje los zapatos abajo del
colchón, hacia la cabecera de la cama, para que no me los roben.
“No sueñen con
mujeres, sueñen con hombres. Con un trava grandote y barbudo”, dice El Tío, y
nos cuenta que cuando tenía 20 años se despertó borracho con un travesti.
Comienza a cantar, como murmurando algo sobre el pasado con tono de añoranza.
Va bajando el tono, hasta que queda en silencio.
La noche pasa en
calma, salvo por los gritos de un hombre que tiene una pesadilla.
*****
–¡A levantarse!
–grita El Gordo a las siete de la mañana, mientras va dando un empujón a cada
uno.
–Buen día.
–Buen día –me
dicen, dirigiéndome la palabra sin que yo lo hiciese antes por primera vez
desde que llegué a Puerta de Entrada. Tal vez sólo es por buena educación o
quizás, de algún modo, tras haber pasado la noche allí, me estuviesen aceptando
como uno más.
Nos dan de desayuno un vaso de leche tibia y un pan con membrillo, no se puede repetir. Salimos. Los enfermos psiquiátricos, adictos y marginados de todo tipo se van perdiendo entre las calles del barrio Tres Cruces, a vagar por las plazas, a pitar algún cigarro que encuentren tirado. Alguno irá a un comedor, a un merendero o a pedir las sobras de una panadería, y después, de nuevo, a buscar el refugio para zafar del frío de la noche.
Nos dan de desayuno un vaso de leche tibia y un pan con membrillo, no se puede repetir. Salimos. Los enfermos psiquiátricos, adictos y marginados de todo tipo se van perdiendo entre las calles del barrio Tres Cruces, a vagar por las plazas, a pitar algún cigarro que encuentren tirado. Alguno irá a un comedor, a un merendero o a pedir las sobras de una panadería, y después, de nuevo, a buscar el refugio para zafar del frío de la noche.
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