martes, 14 de agosto de 2012

La noche en un refugio


La noche en un refugio
Unos hombres de ropa vieja y piel curtida por la intemperie yacen en la vereda sin hacer nada. Parecen parte del paisaje, de las baldosas rotas, del ruido de los motores y del olor a orina. Son cerca de las cuatro de la tarde de un día de invierno. “¡Empezaron a anotar!”, grita alguien desde la puerta de una casa que permanece abierta a pesar del frío. El más joven es el primero en entrar, sube una escalera y se une al montón de personas que rodea a un funcionario que al azar pide nombres, cédulas y en un ratito te llamamos, dice una y otra vez.
El lugar se llama Puerta de Entrada. Es la puerta que deben pasar las personas que buscan dormir en un refugio. Una puerta que no siempre se abre. En una de las salas, cinco funcionarios, muchachos de menos de 30 años, comen galletitas, conversan, ríen y toman mate. En el medio hay un pasillo con un policía que hace crucigramas y escucha música de su celular. En la otra sala también toman mate, pero nadie ríe, ni come galletitas ni casi nada, salvo unos panes que reparte un hombre que los pidió en una panadería. La mayoría son hombres pero también hay mujeres y algún niño, hay jóvenes y viejos, primerizos y avezados en la calle. Me sumo a la ronda como uno más para entrar por una noche en ese mundo de enfermos mentales, adictos, expresidiarios o simplemente de vidas desmoronadas.
Mauricio R. cuenta de su locura. Era adicto a la cocaína, dice que le generó esquizofrenia y alucinaciones: “Empecé a escuchar voces. No sabía qué era verdad y qué no”. Habla con cariño de su madre, que duerme en una pieza con su otra hija y no puede pagarle una a él. Lo internaron en un hospital psiquiátrico. Su madre autorizó que le hicieran un tratamiento de electroshock llamado micronarcosis porque, le dijeron, así se iba a recuperar, pero no se recuperó. Adrián P. es un joven de tono amable y ojos tristes, un militar que a los 22 años entrenaba para ser paracaidista, hasta que lo dejó su esposa. Sufrió una depresión de la que no pudo salir y también se sometió al electroshock, dice, para que le borraran la memoria. Pero aún recuerda. Terminó en la calle. Mauricio D. es un adicto a la pasta base, una droga hecha en base a cocaína, que vendió todas sus cosas para pagarla y también quedó en la calle. Sus padres se mudaron sin darle la dirección. Él dice que nunca les robó, que hace un par de días dejó de fumar y quiere que le permitan volver. Un hombre alto de unos 50 años cuenta que tuvo 16 internaciones por sobredosis, y que estuvo preso porque la policía lo agarró con no sé cuántos gramos de cocaína. Allí no hay historias felices.
Un muchacho de veintipocos años camina con dificultad hasta un sillón y se sienta a esperar. Parece tener, por su actitud de impávida lejanía, además del problema físico, algún tipo de retraso mental. Otro hombre anda de chancletas y con el pantalón arremangado a pesar del frío. Sus pies están llenos de hongos que lucen a pintura amarillenta. Su rostro parece haberse congelado en pleno susto. Unos niños, impermeables a ese mundo, se corretean entre los sillones esquivando como obstáculos de su juego a los adultos que los ignoran, mientras su madre conversa con un muchacho al que le faltan varios dientes y parece estar enfermo, acostado en un sillón, tapado con una manta. Es un lugar gris con paredes húmedas y descascaradas, con sillas viejas, mesas de tablas y taburetes, y sillones de cuerina de poca monta. De rostros duros, pieles curtidas y resquebrajadas de tanto vivir mal, de tatuajes de tinta china y pantalones que no llegan a los tobillos.
Como primerizo en Puerta de Entrada, un funcionario alto, gordito y de ojos celestes, nada que ver con ninguno de los que buscan un lugar donde pasar la noche, me llama a una habitación. Que tome asiento, ordena, cierra la puerta y me pregunta por qué estoy ahí, si tengo alguna adicción como vino o pasta base, y termina diciendo que no sabe si me pueden conseguir algún lugar en un refugio, porque están sobrecargados.
Hay siete lámparas de techo, pero funcionan cuatro. Un cartel dice que las duchas se pueden usar desde las 3 hasta las 6 de la tarde, pero sólo dejan hasta las 5, porque no alcanzan las toallas. El baño de hombres no funciona; todos tenemos que usar el de mujeres, detalle que a ellas no parece molestarles. De la única ducha cae con poca fuerza un tibio chorro de agua. Hay telarañas en el techo; en el piso, pelos y un par de moscas muertas. Luego de la ducha, para peinarse y arreglarse, apoyado en una silla hay un espejo manchado y quebrado. Como la puerta del baño está rota, otra silla evita que se abra. Las paredes blancas tienen manchas grises de humedad, excepto detrás de unos lavarropas, donde llegan a un tono rojizo.  
Dicen que en los refugios hay alguna pelea, un que otro robo y que te podés agarrar sarna y piojos. Pero la noche en la calle parece ser peor. Un peludo sin dientes cuenta: “Pa dormir en la calle necesitás un buen resguardo, un colchón y dos frazadas. Te agarra el frío y te duele todo. Te duele acá –se agarra las piernas–, y acá –las rodillas– y acá –los codos”.
“Con la pasta base andan todos fisurados”, dice. “Por más que seas de la calle, te levantás sin nada. Estás durmiendo y abrís un ojo y tenés a dos parados. Te dicen que están buscando un puchito pero sabés cómo te quieren sacar los championes”.
*****
Luis M. va a pasar su primera noche en un refugio y está asustado. “Viste que no te revisan antes de entrar”, dice. “Alguien puede pasar un corte –levanta los brazos, como sosteniéndolo– y encajártelo –y los baja contra su estómago”. Sus padres lo echaron de la casa, no dice por qué. Se fue con su novia pero lo dejó porque la engañó. Tiene 19 años, piel oscura, como casi todos allí, y tatuado “DANU”, una letra por dedo de la mano desde el índice hasta el meñique, porque es hincha de Danubio Fútbol Club.
–¿Qué hacés acá? –me dice–. Vos parecés un pibe bien.
          Para pasar la noche en el refugio estuve varios días sin bañarme, dejándome la barba y el pelo largo y sucio. Me puse la ropa más vieja y en peor estado que tenía, pero a él no lo engaño. “Mirá tus manos”, dice comparándolas con las suyas. Observo su piel áspera y dura, la profundidad de las líneas de la palma, una quemadura que se hizo trabajando en una panadería.
A las siete y veinte entra un funcionario. “¡Atención! Las personas que yo nombre van al refugio de acá a la vuelta”. Y les da un papel que les permitirá entrar. Así, cada tanto, algún funcionario sigue cruzando el pasillo y diciendo quién va a qué refugio. Pasan las horas y crece el miedo de quedar en la calle.
–Vamos quedando pocos –comenta uno.
–¡Concha de la madre! –grita otro–. ¡Quiero dormir en una cama, locooooooo!
De las 840 personas que en Uruguay duermen en refugios, a Puerta de Entrada cada día van sólo unas 50, las que aún no tienen lugar fijo en ninguno, dijeron Manuel Vázquez y Gonzalo Urreta, funcionarios del Programa de Atención a los Sin Techo del Ministerio de Desarrollo Social. En Montevideo hay otras 900 personas que prefieren dormir en la calle. También las hay en el resto del país, pero en el Ministerio no saben cuántas son.
A las diez menos cuarto, cuando quedamos sólo seis hombres, un funcionario informa del último viaje. A Mauricio D., el adicto a la pasta base que había vendido todo, y a mí nos mandan a un refugio llamado Urquiza, en el barrio Tres Cruces. Los demás quedan en la calle. Uno se va en silencio. Otro espera un poco, y luego se marcha. Un hombre tuerto protesta: “No me pueden dejar en la calle, estoy enfermo”. El retrasado mental con el problema motriz parece no entender lo que pasa. Mauricio D. le da su maltrecho saco y le dice que hable con los funcionarios para que le digan en dónde pasar la noche. Le contesta con dificultad:
–No quiero con ellos.
Subimos a un ómnibus amarillo con un letrero rojo que dice “SOLIDARIDAD” en blanco. Mauricio D. me dice que a los demás no los dejaron en la calle por falta de lugar, sino porque armaron lío o por algún otro problema disciplinario, y que al retrasado no le dan refugio porque ha llegado borracho. Explica el principio regente.
–Si tenés plata para chupar te podés pagar una pieza.
*****
A la entrada de Urquiza está el comedor. La mesa es una tabla de madera apoyada en dos caballetes donde hay un televisor blanco y negro de 22 pulgadas. Varios hombres se sientan apretados para ver el programa de Marcelo Tinelli. “¡Esa está divina, ehhh…!”, comentan con cada mujer que aparece. Algunos fuman afuera, uno enciende tabaco adentro, con cuidado de que no lo vean. Otro le avisa:
–Mirá que El Gordo te saca pa fuera.
Tres puertas llevan a cuartos con cuchetas apiladas, formando delgados pasillos para ir y venir entre ellas. Parecen pabellones de una cárcel. Al ver que dormiré ahí, siento miedo.
Nos dan una bandeja de aluminio con arroz y torta de fiambre. Un negro flaco y alto de unos 45 años al que llaman El Tío está limpiando la mesa. “¡Quieren que coman en la mugre estos pelotudos!”, dice. El Gordo, un funcionario del refugio, lo escucha y amenaza con echarlo. El Tío no responde.
Al rato el ambiente se calienta. El Tío empieza a hablar demasiado alto.
–¡Dejá de gritar o te vas a dormir afuera! –lo vuelve a amenazar El Gordo.
El Tío sube la apuesta.
–¡Ningún dormir afuera! ¡Duermo en la comisaría pero afuera, no!
El Gordo no responde.
La comida no tiene gusto a nada, pero con mucha sal y un limón que compartimos con Mauricio D. se hace pasable. Agua, sólo teníamos la del baño, pero prefiero no entrar: El piso está inundado y hay una pared manchada de mierda.    
Dan la orden de acostarse. Voy a subir a la cucheta que me dieron cuando Mauricio D. me detiene: “¡Pará! Tenés que pedir sábanas nuevas, por los piojos”. Le hago caso, claro. Subo y la cama se tambalea. Allí dormía Fernando C., un hombre flaco de casi dos metros y aspecto bonachón, que ya tenía lugar fijo en el albergue y como no llegaba me dejaron su lugar. Pero después llega. Le preguntan por qué demoró. “Porque estoy laburando”, responde. Entra y me ve en su lugar. “Bueno, llegué tarde, no me quejo”. Sale del cuarto. No supe qué fue de él aquella noche.   
Hace frío y sólo tengo dos sábanas de textura áspera, ni frazada ni almohada, pero el hacinamiento mantiene una temperatura agradable. El colchón de polifón es de unos cinco centímetros de espesor y tan blando que se sienten las tablas de madera en la espalda. Huele a mugre. Mauricio D. me aconseja que deje los zapatos abajo del colchón, hacia la cabecera de la cama, para que no me los roben.
“No sueñen con mujeres, sueñen con hombres. Con un trava grandote y barbudo”, dice El Tío, y nos cuenta que cuando tenía 20 años se despertó borracho con un travesti. Comienza a cantar, como murmurando algo sobre el pasado con tono de añoranza. Va bajando el tono, hasta que queda en silencio.
La noche pasa en calma, salvo por los gritos de un hombre que tiene una pesadilla.
*****
–¡A levantarse! –grita El Gordo a las siete de la mañana, mientras va dando un empujón a cada uno.
–Buen día.
–Buen día –me dicen, dirigiéndome la palabra sin que yo lo hiciese antes por primera vez desde que llegué a Puerta de Entrada. Tal vez sólo es por buena educación o quizás, de algún modo, tras haber pasado la noche allí, me estuviesen aceptando como uno más. 
Nos dan de desayuno un vaso de leche tibia y un pan con membrillo, no se puede repetir. Salimos. Los enfermos psiquiátricos, adictos y marginados de todo tipo se van perdiendo entre las calles del barrio Tres Cruces, a vagar por las plazas, a pitar algún cigarro que encuentren tirado. Alguno irá a un comedor, a un merendero o a pedir las sobras de una panadería, y después, de nuevo, a buscar el refugio para zafar del frío de la noche.

*Este artículo fue hecho en el invierno de 2009 para la materia Taller de Periodismo II, de la Universidad ORT Uruguay. 

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