En un mediodía soleado en el Parque
Rivera, sólo dos mesas estaban ocupadas: una por ocho personas que ya comían su
asado, la otra, por un hombre que escuchaba la radio.
Mientras tanto,
cuatro indigentes descansaban a la sombra de un árbol hasta que una camioneta
atropelló a un pequeño perro color beige. Primero se escuchó la frenada; luego
un agudo aullido de dolor.
La
rueda le pasó por encima del lomo. El vehículo huyó. Los indigentes se
acercaron al animal para ayudarlo, pero en su infructuoso intento el perro
volvió a gemir de dolor. Lo dejaron solo.
Las
ocho personas que comían su asado siguieron comiendo su asado; el hombre que
escuchaba la radio siguió escuchando la radio.
El
perro se arrastró hasta al lado de la lancha del hombre que limpia el lago,
donde quedó inmóvil.
Dos
horas después un joven llegó al Parque, pasó a algunos metros del perro, pero
no lo vio. Fue a la mesa del hombre que escuchaba la radio. Se saludaron y
comenzaron a hacer el fuego en el parrillero.
En
eso, dos hombres de la otra mesa intentaron ayudar al perro, pero su torpeza
sólo logró que volviese a aullar de dolor. El joven escuchó.
-¿Qué
es eso, papá? –preguntó.
-No
es nada.
-Voy
hasta ahí –dijo mientras se levantaba.
-¡No
vayas, no vayas! –dijo el padre.
Lo
ignoró. Vio a un perrito sin raza, esos que no venden las veterinarias,
acostado panza arriba, con las patas recogidas y los músculos de la cara
tensos.
-¿Qué
pasó? –preguntó a los indigentes.
-Lo
atropelló un auto.
-¿Llamaron
a un veterinario?
-No.
El
joven tomó su celular para pedir ayuda. “En una hora estoy ahí”, le respondió
un veterinario.
Dos cuidadores se
acercaron y le dijeron que es el perro del que limpia el lago, que ya le
avisaron pero que vive en Maldonado y no saben si va a ir.
Unos
minutos después llegó una camioneta, un hombre se bajó y comenzó a observar al
perro. Era un veterinario que paseaba con su familia. El joven le preguntó si
sabía qué tenía lastimado:
-Tiene
la columna quebrada –respondió.
-¿Lo
vas a sacrificar?
-No
puedo. Si el dueño se entera me puede joder a mí. Ya le di un calmante.
-Pero
vos sos veterinario, sabés que no tiene arreglo, ¿te vas a ir y lo vas a dejar
con la espalda rota?
-Lo
pueden joder a él –interrumpió uno de los presentes.
El
joven lo miró con desprecio, mientras su padre se acercó al veterinario y le
dijo:
-Si
alguien te reclama algo, decí que nosotros te dijimos que éramos los dueños y
que te pedimos que lo sacrificases.
El
veterinario tomó una valija del vehículo y se dirigió hacia el perro.
-¿Qué
vas a hacer? –preguntó el joven- ¿lo vas a dormir?
-Sí.
Le
dio una inyección, pero el perro siguió haciendo pequeños movimientos, como
respirando.
-Ya
está. Todavía hay algunos impulsos nerviosos, pero el corazón dejó de latir.
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