Fragmento del capítulo “Una
muerte más”, que relata cómo la familia vivió la muerte del taxista Rodrigo
Pereira.
El Tatán fue el principal
sospechoso de la policía, pero la justicia no encontró pruebas para procesarlo.
II-
Una muerte más
La última vez que sus hijos vieron a Rodrigo Pereira fue
a las 2 de la tarde del 29 de abril de 2010. Los correteaba por la casa
envuelto en una toalla, bromeando con ellos, como siempre. Sus tres hijos y su
esposa se fueron al dentista, él entró a bañarse y salió a trabajar a su taxi
donde 12 horas después sería asesinado.
Rodrigo no debió haber ido a trabajar.
Era su día libre pero como había recaudado poco en la semana, el encargado le
consiguió un auto para compensar. Las doce horas pasaron como cualquier otra
jornada laboral hasta el último viaje. Levantó a un pescador borracho al que
llevó hasta Carlos Lenzi y Oncativo. Mientras pagaba alguien se acercó al taxi;
Rodrigo intentó huir.
El asaltante disparó tres veces contra
la puerta porque sí.
En la casa donde correteaban los hijos
ahora corren lágrimas. Carolina González anhelaba pasar el resto de su vida con
Rodrigo. Tres meses después del asesinato lleva puesto el anillo del matrimonio
que ya no existe. Lo mira fijo y lo gira con su mano izquierda.
Como la ponía nerviosa que Rodrigo
trabajara de noche, se quedaba despierta hasta que él llegara, cerca de las
cuatro de la mañana.
Aquella noche se durmió. Y cuando escuchó el timbre, poco
después de la hora en la que debió regresar, creyó que era él.
Hacía 15 años que estaban juntos. “Nos
cruzamos por la Ciudad
Vieja, él me saludó y fue como un flechazo. Quedé muerta con
él”. Unos días después volvieron a verse; los dos estaban haciendo trámites
para sus trabajos. Rodrigo le contó a un conocido de un banco que había visto
una mujer que le gustaba, le dijo como era ella “y la descripción coincidía
conmigo”, cuenta Carolina aún con lágrimas pero con una sonrisa
resplandeciente, invocando aquel flechazo que hoy no mitiga el dolor.
Carolina llegó al Banco. Rodrigo
acababa de irse pero tenía que volver. El conocido suyo, que también era
conocido de Carolina, supuso que ella era la mujer de la que le había hablado
Rodrigo, así que la hizo esperar para presentarlos. “Yo no entendía nada, me
tenía que atender a mí pero hacía pasar a todo el mundo antes”.
Rodrigo llegó y el conocido los
presentó. Dejaron de trabajar y se fueron a El Lobizón a tomar una cerveza y
comer un gramajo. “No nos separamos más”.
Ambos trabajaban desde los 14 años; en
sus casas no sobraba nada. De todos modos pudieron terminar el liceo y Carolina
llegó a cursar dos años de odontología. Entre los dos sólo alcanzó para ir
tirando y encadenados a la tarjeta de crédito.
Nada les fue fácil. Tampoco tener
hijos. “Estuvimos tratando pero yo no quedaba embarazada. El médico nos dijo
que nos fuéramos de vacaciones y después empezáramos un tratamiento”, pero no
estaban dispuestos a hacer ningún tratamiento, así que se resignaron a no tener
hijos. En esas vacaciones Carolina quedó embarazada.
Tuvieron una niña a quien llamaron
Lucía. Esa última madrugada en la que realmente amaneció, tenía 8 años. Luego
nació Nicolás, de 5, y Franco, de 3, que tres meses después del asesinato sigue
sentándose en el pasillo del edificio, esperando que papá regrese de trabajar.
Carolina trata de explicarle que no va
a volver pero sus palabras no entraron en el corazón de su hijo. Tal vez porque
ella desea que el pequeño tenga razón. “A veces yo también lo espero”.
Ni él ni su hermano conocían lo que
significaba morir. El día del asesinato la casa estaba llena de gente y los
niños no entendían nada. Carolina pidió a los demás que saliesen, sentó a sus
hijos en el sofá del comedor y les dijo: “Su padre salió a trabajar, trataron
de robarlo, le dispararon y se murió”.
-¿Qué es morirse? –preguntó Nicolás.
Los tres quisieron ir al velorio. Y
cuando vieron el cuerpo de su padre se acercaron a hablarle y a golpearle la
cara con sus manitos, para tratar de despertarlo. No entendían por qué estaba
frío.
Antes de volver a su casa fueron al
médico, porque Carolina sentía una dolorosa puntada en el medio del pecho que
apenas la dejaba respirar. El flechazo, esta vez, era de dolor.
Esa noche los tres niños durmieron en
la cama matrimonial con su madre. “Tenían miedo que viniera el ladrón que había
matado a papá”. Durmieron los cuatro juntos durante dos meses.
Los días pasaban en una sensación de
angustia constante. En la escuela Nicolás tenía ataques de llantos, se escondía
debajo de la mesa y lloraba sin consuelo hasta que Carolina llegaba a buscarlo.
Un día los niños quisieron ir al
cementerio, pero apenas llegaron a la tumba dijeron que querían irse. “Pensaban
que iban a ver a su padre”. Los niños no entienden que la muerte es para
siempre.
A veces, los adultos tampoco. Carolina
anhela verlo entrar con su sonrisa jovial y su buen humor, comprobar que todo
fue una pesadilla y poder darle aquel abrazo con el que esperaba recibirlo a
las cuatro de la mañana del 30 de abril, cuando alguien llamó a la puerta y se
despertó entusiasmada creyendo que era él.
Aún con demasiado sueño como para
extrañarse de que tocase timbre en lugar de directamente entrar a su casa, se
sorprendió al no encontrar a Rodrigo, sino a sus compañeros de trabajo.
No recuerda qué le dijeron. El impacto
fue tan fuerte que esa parte de su memoria se borró. Sólo recuerda que no lo
creyó. “¡No puede ser! ¡No puede ser!”, decía. De inmediato fue al lugar del
asesinato con la esperanza de que sus compañeros se hubiesen equivocado. Cuando
estaba llegando, una camioneta de la policía se cruzó delante de ella. “No me
dejaron verlo hasta el velorio. Me dijeron que lo habían reconocido por los
zapatos”, alcanzó a decir mientras se le quebraba la voz en un llanto.
La bala que lo mató entró por su
hombro, atravesó el pulmón y la aorta.
-Estos gurises hijos de mil putas te
rompieron el vidrio –dijo el borracho.
-No, me pegaron un tiro –contestó
Rodrigo.
-¡Arrancá como una moto que nos parten
al medio a los dos!
Logró manejar una cuadra, hasta
Joaquín de la Sagra
y Carlos Lenzi, donde el taxi cayó en una cuneta y quedó inmóvil en la
oscuridad. Rodrigo Pereira había muerto.
En el velorio le dijeron a Carolina:
“Ya se sabe quién lo mató”. Horas antes, cerca del lugar del asesinato, alguien
dijo por primera vez:
-Lo mató El Tatán.
*****
Fragmento del capítulo “La vida
grotesca”, en el que intenté reconstruir la historia de El Tatán a través de
testimonios de personas de los barrios en los que vivió, de maestras de la escuela
a la que asistió, de allegados y de víctimas.
III- La vida
grotesca
Mi primer encuentro con El Tatán duró 2 minutos; sólo
habló de matar. Fue el 6 de julio de 2010, 60 días después de haber sido
liberado. Él había pasado a visitar a su madre, antes de ir a comprar pasta
base a una de las bocas del barrio. “Llegás a estar con la policía y yo iré
preso pero cuando salga te busco por todos lados y te mato”, me advirtió. Se
despidió de ella con un abrazo y dijo: “Mamá, si están de vivos decime que yo
vengo y quemo, me fumo un medio y quemo a quien sea”.
Riéndose como si se tratara de la
travesura de un niño, Andrea, la madre, comentó a los vecinos días después:
“Suerte que lo agarró tranquilo, sino le ponía…” y sin decirlo colocó el dedo
índice sobre su sien como si fuese un arma sobre la mía.
La familia de El Tatán vive en La Cruz de Carrasco, en el
barrio Las Canteras. Por la calle Camino Carrasco, la mayoría de las viviendas
son complejos de edificios; allí vive la clase media del barrio. En dirección a
la rambla está Malvín, un barrio de clase media y media alta. Hacia el Norte,
el cartel de la calle Joaquín de la
Sagra dice Joaquín de la Sacra. En esa esquina hay un taller de piedra
laja, adonde entra un automóvil Mercedes Benz, cruzándose con el carro tirado a
caballo de un hurgador. Unos metros más hacia el norte hay varios grupos de viviendas, algunas
dadas por la Intendencia
a familias pobres o indigentes en distintos realojos. Entre ellas, la de El
Tatán.
La calle es de asfalto, pero para
llegar hasta la casa de Andrea, la madre de El Tatán, hay que tomar una
bifurcación de pedregullo, donde está tirada una perra sarnosa, ya sin pelo,
con la piel rojiza de tanto rascarse y tan flaca que el pellejo parecía estar
pegado a los huesos. Días después supe que sus dueños, para que no contagie a
sus hijos, tomaron una decisión: la llevaron hasta las afueras de Montevideo y
la abandonaron.
A unos metros, al frente de la casa de
Andrea, insiste en pastorear una yegua con su potrillo pese a que cada tanto
son espantados por unos niños que se divierten tirándoles piedras. De día parece
un lugar tranquilo más allá del paso ruidoso de algún ciclomotor. Una tarde la
vecina de Andrea se quedó observando por la ventana a dos gurises de unos 12
años corriendo.
-Estos se andan tirando –dijo la
vecina como quien comenta.
Estaban jugando. Le pregunté si podría
haber un tiroteo a pleno día; respondió con una sonrisa:
-Ellos no tienen horario.
Cuando termina Joaquín de la Sagra, a unos 300 metros de Camino
Carrasco, doblando 100
metros a la derecha, como escondido, hay un cúmulo de
tres asentamientos irregulares en los que viven unas 1.500 personas; allí
mataron a Rodrigo Pereira. De noche los taxistas no deberían detenerse ahí. “No
frenes. Si alguien se te para adelante pasale por arriba, que cuando aparezca
muerto van a decir que fue un ajuste de cuentas”, le dijo una mujer del
asentamiento a un taxista novicio. “Acá todos los muertos son ajustes de
cuentas”.
El Tatán tiene el rostro lleno de
cicatrices delgadas y poco profundas. No se las hizo en una pelea con la
policía ni con alguno de sus enemigos del barrio, sino con su mujer. Él le
pegaba y ella se defendía enterrándole las uñas en la cara. “Se mataban a
palo”, contó la madre.
Mientras hablaba conmigo El Tatán
movía la cabeza en todas direcciones de forma compulsiva, como si estuviese en
estado de alerta. Tiene aires de ganador. Sus dedos son largos y curtidos, es
alto y muy flaco, como todos los adictos a la pasta base.
Había ido al Portal Amarillo una vez,
acompañado por Andrea. En una entrevista le ofrecieron las alternativas que
tenía para tratarse. Cuando se fue, la persona que lo entrevistó dijo: “Este no
vuelve nunca más”. No lo hizo. La sensación que quedó en el Portal fue que El
Tatán sólo asistió por el compromiso que asumió en los medios y que no le
interesaba rehabilitarse.
A los 17 años, antes de ser conocido
por el presunto asesinato de Rodrigo Pereira, ya era un pistolero temido en los
asentamientos de Malvín Norte. Pero no se ganó su reputación por sus rapiñas ni
por los robos a las casas, sino por meterse a robar a punta de revolver en las
bocas de pasta base.
Las versiones sobre la niñez de El
Tatán se contradicen. Las personas afines a él lo recuerdan como un niño bueno,
que pasaba la mayor parte del tiempo solo, jugando con piedritas o a la bolita;
otros, como un delincuente precoz.
Fue a la escuela 175, en Avenida
Italia y Lido, a la que asistían muchos niños que vivían en asentamientos. El
Tatán era uno de ellos. La escuela, sin embargo, estaba en la zona pudiente del
barrio Carrasco.
Tiene un patio con una cancha de
básquetbol de pedregullo, dos de fútbol, un lugar para dejar las bicicletas y
juegos infantiles como tobogán y subibaja. Allí una maestra que no quiso que se
publicase su nombre por miedo a que le hicieran un sumario, me dijo que no tuvo
de alumno a El Tatán pero que lo recuerda:
-Era famoso por los líos que armaba en
los recreos. Trataba de escaparse de la escuela y venía cuando quería.
Fue sólo eso. Otra piedra en el zapato
dejada a su suerte, hasta que se convirtió en un conspicuo delincuente.
La maestra me cuenta que los niños de
los asentamientos aprenden más lento que sus compañeros. “Tienen déficit
alimenticios, algunos hasta son hijos de madres pastabaseras”, explica. “No ven
a sus padres trabajar; no ven su futuro trabajando”. En general son más
desconfiados; cuando los van a tocar las esquivan, como si esperasen un golpe.
“Están preparados para que no los toquen”. Con los años, dice, a algunos los
vamos domesticando.
No tienen pero les vendría bien contar
con psicólogos y asistentes sociales. Reconoce que les cuesta comunicarse con
los alumnos de los asentamientos y, sobre todo, con sus familias. Por lo
general, los pasos que dan para recuperar a los niños que dejan de ir es llamar
a la casa, luego enviar una citación y por último citar a los padres con la
policía. “A veces ni así vienen”, reconoce con una frialdad curtida por años de
frustraciones. “La mayoría de las veces se pierde”. Con El Tatán perdieron.
Una joven que fue a la misma escuela
que él, aún lo recuerda. “Se le tenía miedo. Andaba con una bandita, robaba y
pegaba”. Cuenta que el trabajo de las maestras es duro, y hasta peligroso.
“Algunas pasan de año a gurises que no saben leer ni escribir porque las
amenazan, otras porque no les importa”.
En la escuela conocí a la maestra
Marina Tessier. Es una mujer bajita, de unos 60 años, que trabajó la mayor
parte de su carrera con alumnos de contextos marginales. Dice que hay niños
que, además de amenazar a las maestras, hasta les pegan. Confirma que a algunos
los pasan aunque no tengan el nivel que se debería exigir. “No hay más remedio.
Los hacés repetir un año y al otro los pasás, aunque no aprendan. ¿Qué vas a hacer
con un alumno que nunca llega al mínimo?”.
Para algunos niños, lamenta, todo lo
que aprendan es un logro, ya sea una regla para multiplicar, escribir su
nombre. “No les interesa estar en la escuela, porque no les va a servir para
nada. No van a hacer abogacía. La vida de ellos va a estar en la calle”.
Colegas suyas, rendidas, dejan pasar más tiempo de recreo antes de entrar a
clase. “’Total, ¿qué van a aprender?’, casi dicen”.
El Tatán vivió a dos cuadras de la
escuela, en un asentamiento que ya no existe, pero donde aún quedan retazos de
lo que pude encontrar de su historia.
*****
Fragmento
del capítulo Todos los Tatán, en el cual a través de las distintas miradas de
expertos, intenté entender las claves del problema de los menores infractores.
Esta es la entrevista a Armando Sartorotti.
Había algo siniestro en el sistema
penal juvenil. Más allá de las historias de abusos sexuales entre los menores y
de las golpizas a algún interno, no lograba entender su funcionamiento. Quizás
mis fuentes no sabían explicarse pero yo creo que teníamos formas distintas de
ver y de apreciar nuestro entorno.
El panorama se aclaró después de
hablar con Armando Sartorotti, editor de fotografía de El Observador, víctima
del sistema pero a diferencia de Sergio y de Andrea, se expresaba con códigos
similares a los míos.
Sartorotti fue testigo a través de su
hijo, Gonzalo, preso primero en el INAU y luego en cárceles de adultos. Su
historia, similar a la de El Tatán y a la de muchos otros, es un retrato del
sistema penal.
“Siempre tuvo una problemática
psicológica muy compleja”, dice de su hijo. Era adicto a la pasta base, cometía
pequeños delitos por los que iba al juzgado y se lo entregaban a sus padres.
“Era incontrolable para mí y para su madre”. A los 16 años pidió para ir a
Artigas porque era más tranquilo, donde además tenía a su abuela y a un grupo
de amigos. En un asado, ya de madrugada y pasado de copas, llegó un hombre que
se metió con sus amigos, quiso llevarse las botellas de alcohol y Gonzalo lo
hirió con tres puñaladas. Lo procesaron y lo mandaron a la Colonia Berro por dos años, de
los que cumplió uno y medio. A los dos o tres meses de estar libre lo volvieron
a detener y lo encerraron por rapiña, pero al poco tiempo se fugó del Hogar Ser,
el de mayor seguridad. Todos los menores que escapan de allí utilizan el mismo
método, cuenta Sartorotti. “Es tan desinteligente todo el sistema que ni el Ser
ni el Hogar Piedras[1] (el
segundo de mayor seguridad) tienen baños adentro de las celdas. Entonces, a
cada gurí, cada vez que quiere ir, tienen que abrirle la celda para que lo
lleven. En el Ser y en el Piedras todas las fugas son porque los gurises hacen
un corte y cuando sacan a uno para ir al baño, salen otros, aprietan al llavero
y se terminan volando. Esto pasa hace 10 años”.
“Tanto la Colonia Berro como el sistema
penitenciario de adultos funciona por el sistema de premiación. Si entrás al
INAU por un delito de sangre, vas a los hogares más estrictos pero de acuerdo a
tu conducta podés ir moviéndote hasta llegar hasta los de semi libertad”. En
los hogares como el Ser, los menores están prácticamente todo el día encerrados
en jaulas; en otros más amigables como La Casona, trabajan en el campo, tienen tiempo libre
y espacio para hacer ejercicio.
“Gonzalo siempre termina consumiendo
-cuenta Sartorotti-. En el sistema carcelario uno puede comprar droga donde
quiera: pasta base, cocaína, marihuana. También teléfonos celulares”.
-¿Cómo entran la droga?
-No la podés entrar vos. Te revisan
antes de entrar, tenés que sacarte la ropa, hasta te hacen abrir las nalgas
para saber si tenés algo adentro. La comida la pasan por máquina, registran
cosa por cosa, la yerba la sacan de la bolsa y la pasan a una de nylon, lo
mismo con el azúcar. La droga la entran los policías. Es imposible, siendo la
organización como es, que alguien sin la connivencia de la policía entre algo a
cárceles como el Penal de Libertad.
-¿Cuánto sale un celular adentro?
-De 1.500 a 2.500 pesos,
dependiendo de qué celular compres. Evidentemente hay un intermediario, porque
sino los policías quedarían muy quemados. Pensemos que el policía carcelario
gana unos 13 mil pesos[2],
si logra vender 10 celulares y gana 500 por cada uno, son 5 mil pesos extra, no
es poca cosa.
-Afuera el medio gramo de pasta base
sale 30 pesos, ¿cuánto sale adentro?
-Está entre 40 y 50 pesos. En una
noche un preso puede fumarse 3 mil o 4 mil pesos de pasta base. La plata llega
a través de la familia, porque el sistema carcelario está tan pensado para que
los ladrones sigan siendo ladrones que, por ejemplo: los presos viven gracias a
las encomiendas que llevan los familiares, pero no pueden despacharla por
Tiempost, hay que llevarla el día que tu preso tenga visita, que puede ser un
miércoles; ir hasta el Penal de Libertad sale 120 pesos de pasaje, además de lo
que le lleves a él; son 50
kilómetros de ida y 50 de vuelta, en total lleva de 4 a 5 horas; ese día no podés
trabajar, ¿cómo hace una familia de Cerro Norte, del Cuarenta Semanas, del
Borro, para una vez por semana tener a una persona en la familia que no
trabaje, que lleve las cosas, que tenga dinero para el pasaje? Robando, es la
única forma. O sea, todo el sistema carcelario, en vez de promover la
reinserción del preso y del sistema social que tiene alrededor, lo fomenta,
porque cuando nosotros liberamos al preso, vuelve al Cuarenta Semanas, a la
casa donde la madre se prostituye en el cuarto del fondo y regatea a las hijas
prostituyéndolas en la misma cama donde se la cogieron a ella y donde su novio
tiene la boca de pasta.
Sin que se lo preguntara, Sartorotti
da una explicación de mis dificultades para comunicarme con las personas del
mundo de El Tatán. “Cuando se habla de los planchas, para generalizarlos, dicen
que no tienen códigos, no es cierto, tienen otros códigos, pero están tan lejos
de los que nosotros manejamos que nos cuesta entenderlos”.
“El valor de la vida lo miden con una
regla tan diferente que desde nuestra óptica parecería que no existiese. No se valora
la vida del otro por lo que implica en el marco familiar y por el valor de la
misma, sino por los años de cana. Por ejemplo, dicen: ‘Ese pichi no valía 20
años preso’. Se valora por su pérdida, no por la del otro”. Y va más allá.
“Cuando el tipo sube al ómnibus con un revolver en la mano (según sus códigos),
tener el arma hace que, lo que esté pidiendo, ya le pertenezca”.
“La sensación del chorro es: ‘Este
revolver hace que lo tuyo sea mío. -dice Sartorotti y explica la muerte de
Rodrigo Pereira en la mente de su asesino- Lo tuyo no es más tuyo, lo tuyo me
pertenece. ¡Cómo no me lo vas a dar! ¡Cómo te vas a resistir! ¡Yo no te estoy
matando! ¡Vos te estás matando!’“.
“Es una codificación compleja pero
lamentablemente les funciona. Vos dirás que es salvaje, inmedible, terrible:
desde el punto de vista nuestro, sí, pero es muy cierta”. Sartorotti la
entendió conviviendo con ella. Un día, esperando para entrar a la Colonia Berro escuchó a dos
madres conversando:
-Che ¿y Fulano?
-Está en el Comcar.
-¿Por qué?
-Por homicidio, pero por suerte le
quedan sólo dos años. Conseguí un abogado buenísimo, que te los saca en cinco
años. Ya tengo ganas de irle pagando por adelantado por éste, que cumple 18 en
seis meses.
Otra conversación que le quedó
grabada:
-¿Tu hija sigue con Mengano? –en
referencia a un ex preso del Comcar.
-Sí, pero es un atorrante de película,
se pasa tirado en la cama. Cómo será la cosa que dos o tres veces por semana
tengo que despertarlo de noche para que salga a laburar.
“Esas cosas te van pautando códigos,
estamos hablando de adultos, de madres, de las consolidadoras de moral, porque
lo siguen siendo, más en hogares marginales, donde los padres van y vienen”.
Para Sartorotti el problema del
sistema es la suma de los corporativismos; cómo cada corporación se defiende a
sí misma. “El sistema de minoridad dice: ‘A nosotros no nos toquen, nosotros
sabemos cómo manejar a los muchachos’, pero hace 10 años que tienen al Ser sin
baños. Mi hijo tiene 24 años y está en esto desde los 16, hace ocho que los
conozco. Los conocí en el gobierno de Batlle, durante el de Vázquez y en el
actual. Y el sistema es tan cerrado que funciona siempre igual. ¡En ocho años
nada cambió! El sistema judicial se defiende a sí mismo. Dicen: ‘Las
herramientas que tenemos son estas’. ¿Cuáles herramientas tienen? Un muchacho
comete un delito, si es leve se lo entregan a los padres sin importar las
condiciones en la que vive, capaz que es el muchacho del Cuarenta Semanas que
te acabo de describir. Al juez eso no le interesa porque nada le dice al juez
que eso tiene que interesarle. ¿Qué hace el juez? Lo manda con los padres y lo
obliga a ir una o dos veces por semana al Volpe, una institución social que
funciona atrás del municipio, pero nadie le da plata para ir. A los dos o tres
meses el gurí vuelve a caer por un delito similar, por una rapiña agravada o
por un homicidio. Yo pregunto: ¿Cuánto hay de responsabilidad del juez, y por
ende del Estado, en la muerte de esa persona?”.
La triste marcha continúa. “Ahora es
por homicidio y el juez lo manda a la Colonia Berro.
En la Colonia
funcionan dos corporaciones: la policial y la del INAU. ¿La policial cómo
funciona? Un gurí se escapa, los buscan por la periferia del lugar, en los
alrededores y salen a la carretera. Si no lo encontró en esa instancia, se
terminó la búsqueda. Hace dos años un gurí había cometido un homicidio, se fugó
e hizo otro. Lo encontraron en la casa, y la madre salió a decir a los canales
de televisión que la noche que se fugó el gurí durmió en la casa. Nunca, nunca,
nunca la policía fue a buscarlo a la casa. Del segundo homicidio ¿cuánta
responsabilidad tuvo la institución policial y, por ende, el Estado?”.
“Y el último de esa cadena, que
también tiene una gran responsabilidad, es el MIDES. Porque nadie está pensando
qué hacer con el gurisito de ocho años, que vive en el Borro o en Cerro Norte,
que dentro de ocho años, cuando tenga 16, va a matar a una persona. Hay
instituciones como El Tacurú, el Opus Dei, evangelistas de todos los pelos y
colores que trabajan dentro de los cantegriles, que de una forma u otra tratan
de romper con el ciclo de sociedad paralela. No veo que el MIDES aprenda de
toda esta gente, que salgan de 18 y El Gaucho y creen instituciones dentro de
los cantegriles, donde los gurises tengan gente que los apadrine, para que les
corrijan los deberes, puedan llevar su ropa y lavársela ellos mismos, jugar,
tener actividades deportivas con animadores dentro de la misma institución. Que
tengan un lugar de refugio aquellas gurisas que han sido prostituidas o que
viven situaciones de violencia. Que las noches que quieran tengan un lugar
donde quedarse, respetando reglas, que estén obligados a ayudar en la cocina, a
lavarse los platos, levantar la mesa. ¡Re- so- cia- li- zar! Un lugar donde
puedan entender que hay otra vida posible, que ellos valen la pena como
personas, porque el problema es que hoy no lo entienden. ¿Por qué valoran al
otro por los años que van a padecer de cárcel? Porque no pueden entender al
otro como persona si ellos no se entienden a sí mismos como personas”.
Sartorotti hablaba del sistema con la
fluidez y la ira de alguien que lo sintió en carne propia. No lo dice pero es
claro que lamenta que su hijo haya pasado por ese sistema penal; tal vez piense
que si estuviese planeado para reformar, Gonzalo se habría recuperado. Sin
embargo, en ningún momento de la conversación intentó justificarlo, ni dijo que
sea una víctima del sistema. Pero lo fue y lo sigue siendo.
“Navas, que nadie puede decir que es
un blandito, cuando fue director de cárceles dijo que si a los presos los
tratamos como animales, algún día los vamos a tener que soltar, porque no hay
cadena perpetua en Uruguay, y si vos tratás a alguien 20 años como un animal,
lo que vas a soltar es un animal”.
“Hay que hacer que resocializarse sea
tan divertido, tan atractivo, que sea mucho mejor que ‘aquello otro’. Si se
logra resocializar al 50 por ciento de los gurises, se evitaría el 50 por
ciento de las muertes. Si se evita una sola sería fabulosos, pero podrían
evitarse cientos”.
“El Otro (en este caso las personas
marginadas) se define por sí mismo pero se define también por nosotros.
Nosotros somos los que expulsamos socialmente a esas personas. El Estado es el
gran padre de toda esa connivencia de corporativismo. Es el Estado el que
debería agarrar todos esos rabos y hacer un nudo, pero no lo hace. Yo creo que
es el gran culpable de que el Otro sea quién es”.
-¿Cómo ha sido la evolución desde que
estás en esto?
-No ha habido evolución. Ahora,
aparentemente, no hay los mismos niveles de corrupción que hace ocho años.
-¿El sistema es hijo de la corrupción?
-No, la corrupción aprovechó el
sistema. Vio que estaba el espacio y por qué no lo voy a aprovechar.
-¿Se llegó por la corrupción a lo que
es el sistema?
-No. A este sistema se llegó por
negligencia, por dejar espacios vacíos. Vos podés eliminar la corrupción, pero
si no eliminás el hueco… y está lleno de huecos. Nadie está haciendo nada,
todos son cómplices, de Mujica para abajo, como lo fueron Vázquez y Batlle, y
ojo que estoy hablando de tres políticos que trataron de ser diferentes y de
corregir la corrupción que había de antes.
-¿No pudieron?
-No pudieron o no hicieron todo lo que
debían hacer.
[1] Hogar Las Piedras, al que por lo
general se le llama Piedras.
[2] La entrevista fue hace dos años.