sábado, 18 de agosto de 2012

''Me gustaría tener la cerveza y el vino francés con la simpatía uruguaya, y con Peñarol''

 No le complica. Valentin Maury, un estudiante francés que estuvo un año de intercambio en Uruguay, tiene visión reducida; un problema genético que lo obliga a andar con bastón, pero no le complica. Entre el segundo semestre de 2011 y el primero de 2012 corrió carreras de hasta 21 kilómetros, fue a fiestas, estuvo de novio, se tiró en paracaídas, siguió a Peñarol y fue de viaje a Ushuaia y a Iguazú con su hermano gemelo Aurélian, también de visión reducida.
Vino a Uruguay porque el tercer año de la carrera Ciencias Políticas del Institut d'Etudes Politiques de Francia hay que vivirlo en el exterior. “Quería pasar este año en Latinoamérica, siempre me había atraído. Especialmente me encantaba el acento rioplatense”, contó Valentin.
“La coordinadora de intercambios en Latinoamérica me desaconsejó Buenos Aires, me dijo: ‘Esa ciudad no tiene encanto, es muy europea pero sin monumentos; no te va a cambiar nada, es agobiante. Te recomiendo mucho más Uruguay, es mucho más abarcable y es un ambiente más tranquilo’. Por eso puse Montevideo como primera opción”, dijo y agregó: “Ahora, como no paran de preguntarme por qué vine a Uruguay, digo que lo escogí después de agarrarme un pedal”.
Valentin tiene 21 años, pelo castaño, es flaco y de rasgos delgados. Su manejo del español es bueno, aunque se nota el acento extranjero y a veces se tranca un poco. Sentado en el sillón de la residencia que alquila con otros estudiantes de intercambio, en una sala con poca luz, campanea sus ojos celestes mientras recuerda su año en Uruguay, y su vida en Francia.
Describe un mundo con imágenes difusas, donde importan más las distancias y los sonidos. “Tengo visión para ver algunas cosas, no mucho. Yo siempre pongo el ejemplo de una persona. Puedo ver algunos detalles como el color de pelo, la piel, el tamaño, pero no el color de ojos”. Cuenta que le es difícil desplazarse en los lugares con escaleras, pero en los sitios que conoce puede prescindir del bastón. Su problema de visión no degenera, destaca. “La degeneración es lo peor que te puede pasar”.
Dice que Montevideo no está preparado para las personas ciegas o de visión reducida, pero que esa incapacidad en infraestructura es compensada por la generosidad de las personas. “Siempre te quieren ayudar, hasta cuando no lo necesitás. A veces estoy esperando el ómnibus y alguien me agarra del brazo y me dice: ‘Dale, vamos’”.
Disfrutó tener el Estadio a media hora caminando, estar cerca de la rambla, las salidas nocturnas, que todo le sale más barato, desde ir al teatro hasta hacer paracaidismo, y poder ser impuntual: “Si llegas a algún lugar tarde, no importa”.
***
Valentin nació en el norte de Francia, en un pueblo de 1.500 habitantes, en el área metropolitana de Lille. Se fue a París cuando entró a la universidad. “Fue una muy buena experiencia. Cambió todo, porque cuando estás en un pueblito a veces no tienes nada para hacer, y de golpe estás en la agitación de París. La primera semana me enfermé. No estaba acostumbrado a una vida tan rápida, con tanto estrés, pero después me pareció buenísima. Tenía más amigos, que además vivían cerca y no a 20 kilómetros, con dos ómnibus por día, como era en el campo. Allí dependía mucho de la gente. No me podía desplazar de manera autónoma”.
-¿Qué te estresa del tipo de vida de París?
-No tiene nada que ver con el tipo de vida de Uruguay. Lo que te estresa, principalmente, es la gente y el ambiente. Tienes que correr para llegar a tiempo a todos tus compromisos. El modo de vida está construido así. La gente corre siempre, corre para tomar el metro, corre para llegar a tiempo, y como tiene apuro se encierra un poco.
-¿De qué forma se encierra?
-No hay una relación de proximidad como acá en Uruguay. La gente se abre menos a las otras personas. Es mucho más individualista, piensa más en sí, cuida menos a los demás. Pero está bueno vivir en París, porque nunca te aburrís. Siempre hay algo nuevo para hacer. Es una ciudad muy cosmopolita. En el metro escuchás gente hablando en distintos idiomas, con distintos acentos, es increíble.
Un día, en medio de esa agitación, alguien se aprovechó de su baja visión. En un restaurant puso debajo de la mesa su computadora Braille de 10.000 euros, y de repente no estaba. “Nadie vio nada. En París hay ladrones profesionales”. Y en Montevideo, Valentin casi sufre la versión uruguaya del hurto profesional: la rapiña.
En una tarde de lluvia, estaba con un amigo en las calles Uruguay y Florida. Un hombre se acercó y les preguntó adónde iban.
-A tomar un taxi a 18 -respondió Valentin.
-Vamos -dijo el desconocido, lo tomó del brazo y sin que Valentin lo notase, con un cuchillo amenazó a su amigo, que se quedó atrás, pero enseguida alertó a otras personas. Corrieron unos 50 metros y los alcanzaron. Y el ladrón se escapó.
***
A Valentin le gusta el fútbol. Cuando vivía Lille simpatizaba por el Lens, un equipo local menor. Pero cuando se fue a París, se hizo hincha de todos los equipos de su región natal. Y como hay rivalidad entre los parisinos y los del interior, cuenta, cuando en 2011 el Lille ganó la liga local y la Copa de Francia, en una final contra el París Saint Germain, aprovechó para molestar a sus amigos de la capital.
-¿Qué bromas se hacen los franceses con el fútbol?
-Es como acá.
-¿Se dicen gallina?
-Hay un equivalente: poule mouillée, que sería gallina mojada. También se insultan un poco. Hay muchos cantos antiparisinos, y ellos tienen los suyos.
Ni bien supo que iba a venir a Montevideo comenzó a seguir el fútbol uruguayo, y le gustó Peñarol. Se levantaba a las dos de la mañana para seguir los partidos de la Copa Libertadores. Cuando llegó se hizo socio y lo fue a ver todo el año. No ligó nada.
Valentin quisiera jugar al fútbol sin limitaciones, pero no ve las pelotas rápidas ni las que van por arriba. Otras cosas que le impide su mala visión son ganar una maratón (aunque ya ganó la categoría de discapacitados) y quedarse a vivir en Uruguay, “pero el tema es la inserción laboral. Hice un reporte para la facultad y es muy complicado”.
-¿Por qué te gusta más Uruguay que Francia?
-Me gustaría tener la cerveza y el vino francés con la simpatía uruguaya, y con Peñarol, porque en París disolvieron las barras bravas y se perdió todo el ambiente. Sería un cuadro ideal. Y me gustaría tener el mar. Ustedes no se dan cuenta, tener el mar está buenísimo. Hacés 30 minutos en ómnibus y estás en una playa desierta de la costanera. ¡Pahhh!
***
Valentin sigue contando anécdotas de su año en Uruguay. Almorzó en el Café Brasilero con Máximo Goñi, el relator que escuchaba desde Francia cuando Peñarol jugaba la Copa Libertadores. “Él no podía creer que alguien lo estuviese escuchando, en el medio de la noche, en Francia”. Para la Facultad, entrevistó a Pedro Bordaberry y a Eduardo Bonomi; en Francia “ni loco” hablás con el ministro del interior ni con un senador líder de su partido, dice.
Hizo un viaje solo con su hermano gemelo Aurélian, también de visión reducida, a Ushuaia y a Iguazú; algo que nunca habían hecho. “Fue espectacular. La gente cuando ve que estamos solos nos ayuda más que cuando estamos con amigos”. Y estuvo unos meses de novio.
-¿Qué te llama la atención cuando vas a elegir una pareja?
Se ríe.
-La voz. También el físico, porque algo veo.
-¿Pero más la voz que el físico?
-Sí, mucho más. Y el humor y el tacto, porque nosotros somos más táctiles.
-¿Qué tipo de voz te gusta?
-Más bien aguda. Cuando tiene un acento extranjero está buenísimo. Y tiene que hablar, sino es un embole.
A Valentin no parece incomodarle hablar de su mala visión. Pero no siempre la llevó tan bien, incluso se negó a usar el bastón hasta los 18 años. “No quería, pero se me dificultaba mucho la vida. Ahora hasta hago chistes de ciegos”.
-¿Podés contar uno?
Valentin queda un momento sin decir nada y se vuelve a reír.
-Hay un ciego en una discoteca y se arma un lío. Llega la policía, los agarra a todos, al ciego también lo detienen, pero después lo sueltan. ¿Sabés por qué?
-¿Por qué?
-Porque no tenía nada que ver.


(*) El artículo fue realizado para Insitu, el portal de noticias de la Universidad ORT Uruguay. 
http://fcd.ort.edu.uy/innovaportal/v/4817/3/situ.ort.front/me_gustaria_tener_la_cerveza_y_el_vino_frances_con_la_simpatia_uruguaya.html

martes, 14 de agosto de 2012

La noche en un refugio


La noche en un refugio
Unos hombres de ropa vieja y piel curtida por la intemperie yacen en la vereda sin hacer nada. Parecen parte del paisaje, de las baldosas rotas, del ruido de los motores y del olor a orina. Son cerca de las cuatro de la tarde de un día de invierno. “¡Empezaron a anotar!”, grita alguien desde la puerta de una casa que permanece abierta a pesar del frío. El más joven es el primero en entrar, sube una escalera y se une al montón de personas que rodea a un funcionario que al azar pide nombres, cédulas y en un ratito te llamamos, dice una y otra vez.
El lugar se llama Puerta de Entrada. Es la puerta que deben pasar las personas que buscan dormir en un refugio. Una puerta que no siempre se abre. En una de las salas, cinco funcionarios, muchachos de menos de 30 años, comen galletitas, conversan, ríen y toman mate. En el medio hay un pasillo con un policía que hace crucigramas y escucha música de su celular. En la otra sala también toman mate, pero nadie ríe, ni come galletitas ni casi nada, salvo unos panes que reparte un hombre que los pidió en una panadería. La mayoría son hombres pero también hay mujeres y algún niño, hay jóvenes y viejos, primerizos y avezados en la calle. Me sumo a la ronda como uno más para entrar por una noche en ese mundo de enfermos mentales, adictos, expresidiarios o simplemente de vidas desmoronadas.
Mauricio R. cuenta de su locura. Era adicto a la cocaína, dice que le generó esquizofrenia y alucinaciones: “Empecé a escuchar voces. No sabía qué era verdad y qué no”. Habla con cariño de su madre, que duerme en una pieza con su otra hija y no puede pagarle una a él. Lo internaron en un hospital psiquiátrico. Su madre autorizó que le hicieran un tratamiento de electroshock llamado micronarcosis porque, le dijeron, así se iba a recuperar, pero no se recuperó. Adrián P. es un joven de tono amable y ojos tristes, un militar que a los 22 años entrenaba para ser paracaidista, hasta que lo dejó su esposa. Sufrió una depresión de la que no pudo salir y también se sometió al electroshock, dice, para que le borraran la memoria. Pero aún recuerda. Terminó en la calle. Mauricio D. es un adicto a la pasta base, una droga hecha en base a cocaína, que vendió todas sus cosas para pagarla y también quedó en la calle. Sus padres se mudaron sin darle la dirección. Él dice que nunca les robó, que hace un par de días dejó de fumar y quiere que le permitan volver. Un hombre alto de unos 50 años cuenta que tuvo 16 internaciones por sobredosis, y que estuvo preso porque la policía lo agarró con no sé cuántos gramos de cocaína. Allí no hay historias felices.
Un muchacho de veintipocos años camina con dificultad hasta un sillón y se sienta a esperar. Parece tener, por su actitud de impávida lejanía, además del problema físico, algún tipo de retraso mental. Otro hombre anda de chancletas y con el pantalón arremangado a pesar del frío. Sus pies están llenos de hongos que lucen a pintura amarillenta. Su rostro parece haberse congelado en pleno susto. Unos niños, impermeables a ese mundo, se corretean entre los sillones esquivando como obstáculos de su juego a los adultos que los ignoran, mientras su madre conversa con un muchacho al que le faltan varios dientes y parece estar enfermo, acostado en un sillón, tapado con una manta. Es un lugar gris con paredes húmedas y descascaradas, con sillas viejas, mesas de tablas y taburetes, y sillones de cuerina de poca monta. De rostros duros, pieles curtidas y resquebrajadas de tanto vivir mal, de tatuajes de tinta china y pantalones que no llegan a los tobillos.
Como primerizo en Puerta de Entrada, un funcionario alto, gordito y de ojos celestes, nada que ver con ninguno de los que buscan un lugar donde pasar la noche, me llama a una habitación. Que tome asiento, ordena, cierra la puerta y me pregunta por qué estoy ahí, si tengo alguna adicción como vino o pasta base, y termina diciendo que no sabe si me pueden conseguir algún lugar en un refugio, porque están sobrecargados.
Hay siete lámparas de techo, pero funcionan cuatro. Un cartel dice que las duchas se pueden usar desde las 3 hasta las 6 de la tarde, pero sólo dejan hasta las 5, porque no alcanzan las toallas. El baño de hombres no funciona; todos tenemos que usar el de mujeres, detalle que a ellas no parece molestarles. De la única ducha cae con poca fuerza un tibio chorro de agua. Hay telarañas en el techo; en el piso, pelos y un par de moscas muertas. Luego de la ducha, para peinarse y arreglarse, apoyado en una silla hay un espejo manchado y quebrado. Como la puerta del baño está rota, otra silla evita que se abra. Las paredes blancas tienen manchas grises de humedad, excepto detrás de unos lavarropas, donde llegan a un tono rojizo.  
Dicen que en los refugios hay alguna pelea, un que otro robo y que te podés agarrar sarna y piojos. Pero la noche en la calle parece ser peor. Un peludo sin dientes cuenta: “Pa dormir en la calle necesitás un buen resguardo, un colchón y dos frazadas. Te agarra el frío y te duele todo. Te duele acá –se agarra las piernas–, y acá –las rodillas– y acá –los codos”.
“Con la pasta base andan todos fisurados”, dice. “Por más que seas de la calle, te levantás sin nada. Estás durmiendo y abrís un ojo y tenés a dos parados. Te dicen que están buscando un puchito pero sabés cómo te quieren sacar los championes”.
*****
Luis M. va a pasar su primera noche en un refugio y está asustado. “Viste que no te revisan antes de entrar”, dice. “Alguien puede pasar un corte –levanta los brazos, como sosteniéndolo– y encajártelo –y los baja contra su estómago”. Sus padres lo echaron de la casa, no dice por qué. Se fue con su novia pero lo dejó porque la engañó. Tiene 19 años, piel oscura, como casi todos allí, y tatuado “DANU”, una letra por dedo de la mano desde el índice hasta el meñique, porque es hincha de Danubio Fútbol Club.
–¿Qué hacés acá? –me dice–. Vos parecés un pibe bien.
          Para pasar la noche en el refugio estuve varios días sin bañarme, dejándome la barba y el pelo largo y sucio. Me puse la ropa más vieja y en peor estado que tenía, pero a él no lo engaño. “Mirá tus manos”, dice comparándolas con las suyas. Observo su piel áspera y dura, la profundidad de las líneas de la palma, una quemadura que se hizo trabajando en una panadería.
A las siete y veinte entra un funcionario. “¡Atención! Las personas que yo nombre van al refugio de acá a la vuelta”. Y les da un papel que les permitirá entrar. Así, cada tanto, algún funcionario sigue cruzando el pasillo y diciendo quién va a qué refugio. Pasan las horas y crece el miedo de quedar en la calle.
–Vamos quedando pocos –comenta uno.
–¡Concha de la madre! –grita otro–. ¡Quiero dormir en una cama, locooooooo!
De las 840 personas que en Uruguay duermen en refugios, a Puerta de Entrada cada día van sólo unas 50, las que aún no tienen lugar fijo en ninguno, dijeron Manuel Vázquez y Gonzalo Urreta, funcionarios del Programa de Atención a los Sin Techo del Ministerio de Desarrollo Social. En Montevideo hay otras 900 personas que prefieren dormir en la calle. También las hay en el resto del país, pero en el Ministerio no saben cuántas son.
A las diez menos cuarto, cuando quedamos sólo seis hombres, un funcionario informa del último viaje. A Mauricio D., el adicto a la pasta base que había vendido todo, y a mí nos mandan a un refugio llamado Urquiza, en el barrio Tres Cruces. Los demás quedan en la calle. Uno se va en silencio. Otro espera un poco, y luego se marcha. Un hombre tuerto protesta: “No me pueden dejar en la calle, estoy enfermo”. El retrasado mental con el problema motriz parece no entender lo que pasa. Mauricio D. le da su maltrecho saco y le dice que hable con los funcionarios para que le digan en dónde pasar la noche. Le contesta con dificultad:
–No quiero con ellos.
Subimos a un ómnibus amarillo con un letrero rojo que dice “SOLIDARIDAD” en blanco. Mauricio D. me dice que a los demás no los dejaron en la calle por falta de lugar, sino porque armaron lío o por algún otro problema disciplinario, y que al retrasado no le dan refugio porque ha llegado borracho. Explica el principio regente.
–Si tenés plata para chupar te podés pagar una pieza.
*****
A la entrada de Urquiza está el comedor. La mesa es una tabla de madera apoyada en dos caballetes donde hay un televisor blanco y negro de 22 pulgadas. Varios hombres se sientan apretados para ver el programa de Marcelo Tinelli. “¡Esa está divina, ehhh…!”, comentan con cada mujer que aparece. Algunos fuman afuera, uno enciende tabaco adentro, con cuidado de que no lo vean. Otro le avisa:
–Mirá que El Gordo te saca pa fuera.
Tres puertas llevan a cuartos con cuchetas apiladas, formando delgados pasillos para ir y venir entre ellas. Parecen pabellones de una cárcel. Al ver que dormiré ahí, siento miedo.
Nos dan una bandeja de aluminio con arroz y torta de fiambre. Un negro flaco y alto de unos 45 años al que llaman El Tío está limpiando la mesa. “¡Quieren que coman en la mugre estos pelotudos!”, dice. El Gordo, un funcionario del refugio, lo escucha y amenaza con echarlo. El Tío no responde.
Al rato el ambiente se calienta. El Tío empieza a hablar demasiado alto.
–¡Dejá de gritar o te vas a dormir afuera! –lo vuelve a amenazar El Gordo.
El Tío sube la apuesta.
–¡Ningún dormir afuera! ¡Duermo en la comisaría pero afuera, no!
El Gordo no responde.
La comida no tiene gusto a nada, pero con mucha sal y un limón que compartimos con Mauricio D. se hace pasable. Agua, sólo teníamos la del baño, pero prefiero no entrar: El piso está inundado y hay una pared manchada de mierda.    
Dan la orden de acostarse. Voy a subir a la cucheta que me dieron cuando Mauricio D. me detiene: “¡Pará! Tenés que pedir sábanas nuevas, por los piojos”. Le hago caso, claro. Subo y la cama se tambalea. Allí dormía Fernando C., un hombre flaco de casi dos metros y aspecto bonachón, que ya tenía lugar fijo en el albergue y como no llegaba me dejaron su lugar. Pero después llega. Le preguntan por qué demoró. “Porque estoy laburando”, responde. Entra y me ve en su lugar. “Bueno, llegué tarde, no me quejo”. Sale del cuarto. No supe qué fue de él aquella noche.   
Hace frío y sólo tengo dos sábanas de textura áspera, ni frazada ni almohada, pero el hacinamiento mantiene una temperatura agradable. El colchón de polifón es de unos cinco centímetros de espesor y tan blando que se sienten las tablas de madera en la espalda. Huele a mugre. Mauricio D. me aconseja que deje los zapatos abajo del colchón, hacia la cabecera de la cama, para que no me los roben.
“No sueñen con mujeres, sueñen con hombres. Con un trava grandote y barbudo”, dice El Tío, y nos cuenta que cuando tenía 20 años se despertó borracho con un travesti. Comienza a cantar, como murmurando algo sobre el pasado con tono de añoranza. Va bajando el tono, hasta que queda en silencio.
La noche pasa en calma, salvo por los gritos de un hombre que tiene una pesadilla.
*****
–¡A levantarse! –grita El Gordo a las siete de la mañana, mientras va dando un empujón a cada uno.
–Buen día.
–Buen día –me dicen, dirigiéndome la palabra sin que yo lo hiciese antes por primera vez desde que llegué a Puerta de Entrada. Tal vez sólo es por buena educación o quizás, de algún modo, tras haber pasado la noche allí, me estuviesen aceptando como uno más. 
Nos dan de desayuno un vaso de leche tibia y un pan con membrillo, no se puede repetir. Salimos. Los enfermos psiquiátricos, adictos y marginados de todo tipo se van perdiendo entre las calles del barrio Tres Cruces, a vagar por las plazas, a pitar algún cigarro que encuentren tirado. Alguno irá a un comedor, a un merendero o a pedir las sobras de una panadería, y después, de nuevo, a buscar el refugio para zafar del frío de la noche.

*Este artículo fue hecho en el invierno de 2009 para la materia Taller de Periodismo II, de la Universidad ORT Uruguay.