domingo, 27 de mayo de 2012

La venganza


     Una noche en la Aguada, la calle estaba tan oscura que no los vieron acercarse. Mauro y Martín, dos amigos del liceo, orinaban a dos cuadras del baile cuando escucharon la autoritaria voz de “¡alto!”. Dos policías les ordenaron: “¡Contra la pared!”.
     Que esto es atentado contra el pudor, que van a pasar la noche en la comisaría, amenazaron los hombres de la ley. Pero un momento después, agregaron: “Por doscientos cada uno arreglamos”.
     Cuando Mauro sacaba su billetera, Martín interrumpió: “Doscientos los dos”, así les quedaría dinero para la entrada. A nadie que conociera a Martín le hubiese extrañado su respuesta; era una persona impredecible. De niño le cortó la cola a un gato, ya adolescente se agarró a piñazos él solo contra dos desconocidos porque le pareció que lo miraron mal, llevó una zanahoria al liceo para tirarle de a pedazos a sus compañeros y un día, por molestarlo en clase, me clavó un compás en la mano. Mauro también era impredecible, aunque de otra manera. Podía tocar timbre en tu casa a las 11 de la noche para pedir que lo ayudaras a estudiar para un escrito; no era de extrañar que estuviese en el patio del liceo con sus amigos y de repente desapareciese sin avisar y no lo volviesen a ver hasta el otro día. Una vez en clase, un profesor de matemática pasó por al lado de su banco y Mauro, sin disimulo ni motivo, le pegó una palmada en la cola.
     La cosa fue que los policías aceptaron y cada dúo se fue por su lado. Pero se volvieron a encontrar. Mauro y Martín estaban en la esquina del baile cuando vieron a los dos oficiales tomando un vino que tal vez habían comprado con la plata del arreglo. Parecía una buena noche para ellos. Hasta que se armó relajo en la entrada del boliche. Fueron a ver qué pasaba. El vino quedó solo.
     Mauro y Martín podrían haber entrado al baile, como estaba previsto. Su salida se había complicado pero ya estaba todo resuelto. Sin embargo, aquel trato con los policías les dejó cierto rencor, y por qué no vengarse.
     Se le debe haber ocurrido a Martín, pero no me acuerdo. Se acercaron con cuidado. Agarraron el vino y corrieron, perdiéndose en las oscuras calles de la Aguada.  

viernes, 18 de mayo de 2012

La muerte del perro del limpia lago



En un mediodía soleado en el Parque Rivera, sólo dos mesas estaban ocupadas: una por ocho personas que ya comían su asado, la otra, por un hombre que escuchaba la radio.
      Mientras tanto, cuatro indigentes descansaban a la sombra de un árbol hasta que una camioneta atropelló a un pequeño perro color beige. Primero se escuchó la frenada; luego un agudo aullido de dolor.
     La rueda le pasó por encima del lomo. El vehículo huyó. Los indigentes se acercaron al animal para ayudarlo, pero en su infructuoso intento el perro volvió a gemir de dolor. Lo dejaron solo.
     Las ocho personas que comían su asado siguieron comiendo su asado; el hombre que escuchaba la radio siguió escuchando la radio.
     El perro se arrastró hasta al lado de la lancha del hombre que limpia el lago, donde quedó inmóvil.
     Dos horas después un joven llegó al Parque, pasó a algunos metros del perro, pero no lo vio. Fue a la mesa del hombre que escuchaba la radio. Se saludaron y comenzaron a hacer el fuego en el parrillero.
     En eso, dos hombres de la otra mesa intentaron ayudar al perro, pero su torpeza sólo logró que volviese a aullar de dolor. El joven escuchó.
     -¿Qué es eso, papá? –preguntó.
     -No es nada.
     -Voy hasta ahí –dijo mientras se levantaba.
     -¡No vayas, no vayas! –dijo el padre.
     Lo ignoró. Vio a un perrito sin raza, esos que no venden las veterinarias, acostado panza arriba, con las patas recogidas y los músculos de la cara tensos.
     -¿Qué pasó? –preguntó a los indigentes.
     -Lo atropelló un auto.
     -¿Llamaron a un veterinario?
     -No.
    El joven tomó su celular para pedir ayuda. “En una hora estoy ahí”, le respondió un veterinario.
     Dos cuidadores se acercaron y le dijeron que es el perro del que limpia el lago, que ya le avisaron pero que vive en Maldonado y no saben si va a ir.
     Unos minutos después llegó una camioneta, un hombre se bajó y comenzó a observar al perro. Era un veterinario que paseaba con su familia. El joven le preguntó si sabía qué tenía lastimado:
     -Tiene la columna quebrada –respondió.
     -¿Lo vas a sacrificar?
     -No puedo. Si el dueño se entera me puede joder a mí. Ya le di un calmante.
     -Pero vos sos veterinario, sabés que no tiene arreglo, ¿te vas a ir y lo vas a dejar con la espalda rota?
     -Lo pueden joder a él –interrumpió uno de los presentes.
     El joven lo miró con desprecio, mientras su padre se acercó al veterinario y le dijo:
     -Si alguien te reclama algo, decí que nosotros te dijimos que éramos los dueños y que te pedimos que lo sacrificases.
      El veterinario tomó una valija del vehículo y se dirigió hacia el perro.
     -¿Qué vas a hacer? –preguntó el joven- ¿lo vas a dormir?
     -Sí.
    Le dio una inyección, pero el perro siguió haciendo pequeños movimientos, como respirando.
     -Ya está. Todavía hay algunos impulsos nerviosos, pero el corazón dejó de latir.